domingo, 11 de noviembre de 2012

De venganzas domingueras.


Esbaratá, pero había que salir. Mi hijo me explicaba “Mami, es un compromiso”. Yo, rabiosa porque la cama me llamaba, le grité – “Y de dónde sacas eso?”…”De ti”, dijo mientras se alejaba malhumorado.
Es cierto. Todos fuimos criados con el bendito “hay que cumplir”. ¿Quién no recuerda domingos familiares, aburridos pero idóneos para hacer maldades? Uff, yo montones y estos me traen hoy a mi Tía Sylvia.

Titita, como la llamábamos, era una de dos primas de Mami consideradas “jamonas”. Era rigor visitarlas todos los domingos, tipo cinco de la tarde, para tomar chocolate y mallorcas junto a su mamá, la Tia Maguín, y Gladys, su hermana. A mi no me molestaba pues ya era un calvario aceptado, aparte que poseían una biblioteca con revistas internacionales que me mataba.

Pero, yo nunca me sentí querida por Titita. Creo que le recordaba en mi forma de ser a Papi, a quien ella detestaba elegantemente. Yo, mientras, aguantaba como macho que mis otras primas fueran objeto de loas y celebraciones, mientras a mi me ignoraba o mandaba a quitarme del medio, lugar en el que continuamente me ubicaba para joderle la paciencia. Sentía placer cuando, refiriéndose a mi, respiraba con dificultad antes de soltar un “con esta niña tienen que hacer algo”.

Ambas hermanas eran “best dressed”, profesionales exitosas, y entre sus tesoros, resaltaban los misales domingueros, aquellos de páginas de lujoso filos en oro, portada de piel y edición del famoso Padre Ribera. El de Titita verde, el de Titi Gladys, color vino. Para mi eran auténticas joyas guardadas siempre en la misma esquinita de la cómoda del cuarto que compartían.

Yo, aburrida y busconeando en que entretenerme, decidí ese domingo no me marchaba de la casa de “las Bernarda Alba” sin hacer una fechoría de clase infantil. Es así como dió inicio la saga del misal de Ttita.

Sustraído sigilosamente y escondido magistralmente en el carro de Papi, nos regresamos a casa con la barriguita llena gracias al chocolate y mallorcas de la Familia Rivera-Santini.

Con el cuento de “se me quedó algo en el carro”, sustraje el misal y como ladrón en la noche, lo tiré en el zafacón para que durmiera el sueño de los justos.

De camino al colegio al otro día y tempranito en la mañana, miré con inmenso placer como los basureros se llevaban sin saber el “Tesoro de Titita”. Adiós misal de lujo. Misión cumplida. Había vengado cual espadero español el desprecio sufrido de cada domingo de chocolate y mallorcas.

Ya de regreso a casa y durante la cena, surgió el tema de la desaparición del susodicho misal. Por supuesto, mi padre me dió la oportunidad de negar yo había sido la “bandolera” culpable del crimen familiar. Igual que San Pedro, lo negué 3 veces. Este acto valeroso fue seguido por senda pela, nunca olvidada, y aunque machucada y llorosa, me encerré en mi cuarto a saborear una vez más mi hazaña del “Misal de Titita”.

Años más tardes y mientras disfrutábamos de un almuerzo en la Casa Mauleón en mis días de estudiante en Pamplona, entre vino y vino, Papi me preguntó - out of the clear blue sky – “Nena, ¿tu le robaste el misal a Titita?”…..callé por unos minutos por aquello de añadir drama, y dije “Si”.

Confesaba mi crimen infantil sin remordimiento de consciencia y sin nada de propósito de enmienda. Papi me preguntó el por qué lo cual me fue difícíl de contestar. ¿Cómo explicar de adulta una venganza de niña? Solo dije – “No nos quería ni a ti, ni a mi”.

Y en ese preciso momento, brindamos en silencio celebratorio cuajado en la complicidad que acompañó toda mi vida la relación con mi padre.


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