domingo, 30 de septiembre de 2012

Reflejo


Recuerdo cuando en reuniones familiares – esas de rigor dominguero y hoy en extinción – los mayores comentaban el parecido de los pequeñajos al tío más cual o requintada a la hermana de un tatarabuelo. No solo en lo físico, también en el carácter porque de esas lenguas no se salvaba la parentela viva ni la que dormía el sueño de los justos en el panteón familiar en Santa Magdalena de Pacis.

Esta costumbre para mi era una tortura porque yo no quería parecerme a nadie. Quería ser diferente a todos los que me rodeaban y me asustaba la intensidad con que me molestaba. En especial resentía a una prima de mi abuelo que se jactaba, la muy bruja, cada domingo al decirme que aunque me parecía a ella, nunca sería igual de bonita. ¡Que ganas de jorobarme! 

Con el pasar de los años y especialmente, al convertirme en madre, descubrí que me estaba poniendo como mis parientes. Fijaba detenidamente la mirada en mi hijo Martín y podía identificar inequívocamente que era del lado de su padre, por supuesto los defectos, y cuales Córdova Santini en infinidad de atributos.

El tiempo siguió su curso y años más tarde me pillé expandiendo las malas costumbres que había criticado fervorosamente. Me convertí en toda una doña, una de esas que siempre buscan parecidos en la muchachería y sin querer queriendo, escuché molesta cuando de mi boca salió el primer - “pero ese será del lechero porque a ¿quién rayos salió?”.

Hace unos días miraba a mi hermano Gonzalo y desde mi corazón le dije - “que mucho te pareces a nuestro abuelo Santini”. Como ves, ya soy mayor. Repito cada día más este y muchos otros comportamientos que criticaba sin piedad en los mayores de mi familia.

Aquellos hábitos que encontraba despreciables se me salen sin querer, y lo peor es que al darme cuenta no siento verguenza, al contrario, me recomforta sentirme parte de un proceso genético.

Pero la otra mañana, mientras me lavaba la cara, al levantar la mirada no me encontré, me topé frente a frente con Mami pero las manos con que la toqué no eran de ella, eran Córdova ¡El reflejo era yo! No pude escapar de ellos…porque mira que tanto nadar, para morir en la orilla.

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