jueves, 18 de noviembre de 2010

"Life was like a box of chocolates. You never know what you're gonna get." Forrest Gump

Detesto los chocolates, hasta el olor me molesta.

Esto no significa que de niña no me fijara en las muchas cajas de chocolates que recibían mis abuelos por las fiestas – Navidad, Reyes, cumpleaños, santo, día de Madres, Padres. Ellos tenían ahijados por las cuatros esquinas del pueblo y campo.  Las cajas de chocolates, eran el regalo perfecto - accesible a bolsillo y siempre bien recibido.

La caja de Whitman de dos pisos, era mi favorita. El mapa con la descripción y ubicación de cada chocolate era mi tablón de ajedrez. Imaginaba los empleados de la fábrica montándolas y yo, en silencio y a escondidas, moviéndolas cual peón tras la reina.

Esto en realidad tenía un solo propósito - salvaguardar el único que me gustaba – el de la avellana adentro. Venía tanta visita que las estrategias eran imprescindibles. Rezaba porque les regalaran muchas cajas de Brach’s con sus infames chocolates rellenos de cherry. Las detestaba con pasión y con muchas, las posibilidades se comieran mi chocolatito con avellana era menor. 

Otras de mis cajas favoritas eran las de cintas satinadas y mucho dorado. Como adjetivo, “tacky” se quedaría corto. Lo mejor, traían una grandísima y desproporcionada flor – de plástico, por supuesto – en el mismo centro de la caja. En aquel entonces me parecía hermosa y mejor aún, nunca moría. Perfectas para coleccionar.

Habían varios modelos - cajas alargadas de un piso, o redonditas y de dos. Mami y mis tías las miraban con desprecio porque no eran Fanny Farmer o Schraft’s, los chocolates chic de los late 50’s. ¡Los únicos que comían! Nunca más de uno. Disciplina espartana.

Además, para ellas todo lo que no era de 5ta (la avenida en NYC) no servía. Por supuesto, estos de chic ¡nada!

Mis objetos de admiración los vendían en la Farmacia Anselmi, la más importante en Coamo y frente a la plaza del pueblo. Ofrecía la mayor selección y el display, siempre al lado de la fuente de soda. La excusa de llevarme a tomar un “blackout” era mejor que decir que quería ver las cajas nuevas. No podía arriesgarme a que una vez más me regañaran con el consabido - “¿de dónde esta niña saca tan mal gusto? Son horrorosas”.  Eran mis obras de arte. Y la Farmacia Anselmi, el mejor museo de mi infancia.

Un día de Madres, aunque pudo haber sido Padres, alguien se comió el único chocolate que me gustaba. Llorando y protestando me quedé con la fiesta. Me castigaron por haber hecho un show frente a la visita. “Nena, dijo mi abuelo, tu eres muy voluntariosa”.

Decidí vengarme de todos ellos. El pensamiento me hacía bien feliz. Desapercibida y más silenciosa que un ladrón en la noche, eché mano de la caja.  A escondidas y sola, en la esquina más lejana del patio me la comí TODA. ¡Los dos pisos!

Nadie se enteró, ninguno echó de menos la caja de chocolates. Y así, a las cinco de la tarde, iniciamos el regreso hacia San Juan.

Eran los tiempos previos a la Autopista Luis A. Ferré. Se cruzaba por la infame Piquiña con más curvas que una gitarra. El viaje duraba, al menos, 3 horas.

En la salida de Aibonito, me entró un terrible dolor de barriga. Quejosa y llorosa, dejé saber no me sentía nada bien. “Gonzalo, para el carro que esta niña está un poco jincha”, dijo Mami.

Entonces, parando obligados en un cafetín a la orilla de la Carrtera 1, Coamo a San Juan, empezó mi vía crucis.

No hubo suficiente limón para chupar, ni agua de soda para beber que parara mis vomiteras. “De seguro cogió un virus”, comentó Papi. “ No podemos seguir parando porque nunca llegaremos a casa”.

Asomada por la ventana, amenazada con “si me ensucia el carro la mato”, confesé. “Yo no tengo virus. Me comí toda la caja de chocolates”.  

Y así, al son de diana, a puro pescosón, sin recibir ningún consuelo de mis padres, y desidratada llegué a San Juan. Mi relación con los chocolates tuvo su final de Norma.

Hoy, si algún ex-novio lee este blog, entenderá porque nunca dije GRACIAS cuando chocolates fue el regalo que me dió.

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